martes, 17 de enero de 2012

Tesina parte II

1.1.
Aproximación terminológica

Candau
(2002) propone que, en el actual proceso de globalización, las sociedades deben ser actores activos en la
construcción de su identidad. Para ello –agrega Piñón (2002)-, el reto de esta
época es crear un ambiente donde pueda coexistir lo tradicional con lo nuevo,
con lo distinto. La identidad, desde esta perspectiva, no es un recinto
sellado, un depósito inviolable al que hay que preservar del contacto con lo
distinto, de la capacidad de modificación de lo diferente.
El tema de la identidad es complejo y está intrínsecamente ligado a otras cuestiones
también complejas como las de la memoria y la cultura.
Gilberto Giménez, en un artículo
titulado “Cultura, identidad y memoria. Materiales para una
sociología de los procesos culturales en las franjas fronterizas”, plantea lo que le sucede a los mexicanos que viven cerca de la
frontera de Estados Unidos y sienten su identidad permanentemente avasallada
por la cultura de su vecino. Giménez se
pregunta qué es lo que estas personas sienten con respecto a las otras
personas. La respuesta es que, como
grupos, hay algo en lo que se diferencian y ese algo sólo puede ser la cultura. En efecto, lo que
distingue a las sociedades es la cultura, el conjunto de rasgos particulares
que las define como singulares.
En otras palabras, los materiales con los cuales
construimos nuestra identidad para distinguirnos de los demás son siempre
materiales culturales. “Para desarrollar sus identidades –dice
el sociólogo británico Stephen Frosh (1999: 35) – la gente echa mano de recursos
culturales disponibles en sus redes sociales inmediatas y en la sociedad como
un todo”. De este modo queda claro en qué sentido la cultura es la fuente de la identidad (Frosh, 1999: 36).
Pero la identidad de la que hablo no es cualquier
identidad, sino la identidad sentida, vivida y exteriormente reconocida por los
actores sociales que interactúan entre sí en los más diversos campos.
Como ya sabemos, desde Robert Merton (1965), sólo
pueden ser actores sociales, en
sentido riguroso, los individuos, los grupos y las colectividades (Benedict
Anderson llama “comunidades imaginadas”) como las iglesias y la nación.
La capacidad de actuar y de movilizarse (o ser
movilizado) es uno de los indicadores de que nos encontramos ante un verdadero
actor social. Una nación, por ejemplo, puede ser movilizada en función de un
proyecto nacional o de autodefensa en caso de guerra.
Con frecuencia, las
identidades colectivas remiten a la problemática de las “raíces” o de los
orígenes, que viene asociada invariablemente a la idea de la memoria o
de la tradición. En efecto, la memoria
es el gran nutriente de la identidad (Candau, 1998: 55) hasta el punto de
que la pérdida de memoria, es decir, el olvido, significa lisa y llanamente
pérdida de identidad.
Por eso, las representaciones de la identidad son
indisociables del sentimiento de continuidad temporal. “Los pocos recuerdos que conservamos de cada
época de nuestra vida son reproducidos incesantemente y permiten al perpetuarse
el sentimiento de nuestra identidad” (Halbwachs, 1994: 89).
La memoria no es sólo
“representación”, sino construcción; no es sólo “memoria constituida”, sino también “memoria constituyente”.
Al igual que la
identidad, la memoria puede ser individual o colectiva, según que
sus portadores o soportes subjetivos sean el individuo o una colectividad
social.
Pero, del mismo modo
que la identidad colectiva, el estatuto ontológico de la memoria colectiva es
profundamente diferente del de la memoria individual. Esta última tiene por
soporte psicológico una facultad. La memoria
colectiva, en cambio, no puede designar una facultad, sino una
representación: es el conjunto de las
representaciones producidas por los miembros de un grupo a propósito de una
memoria supuestamente compartida por todos los miembros de este grupo. La
memoria colectiva es ciertamente la memoria de un grupo, pero bajo la condición
de añadir que es una memoria articulada entre los miembros del grupo.
Como señala Maurice
Halbwachs, la memoria colectiva requiere de marcos sociales, uno de cuyos
elementos es la territorialidad. En efecto, analógicamente hablando, la
inscripción territorial es para
la memoria colectiva lo que es el cerebro para la memoria individual.
Esto no significa
establecer una dicotomía radical entre memoria individual y memoria colectiva.
En efecto, el individuo, además de contar con sus recuerdos personales que
tienen por soporte su memoria psicológica individual, participa de una memoria
colectiva que le ha sido transmitida por el grupo en forma de representaciones
sociales de un pasado compartido.
Gilberto Giménez
trabaja sobre esta temática en su libro “Identidad. Construcción Social y Subjetiva” (2004) en relación con
la última dictadura y la escisión que el
Proceso de Reorganización Nacional produjo
sobre diferentes capas del tejido social, como también en ese sector de la población que aún pregunta
por sus seres queridos, muchos de ellos desaparecidos, con nietos nacidos en
cautiverio que aún hoy desconocen su
verdadera identidad.
También Mónica Muñoz,
en “La
memoria light o la verdad es un plato indigesto”, insisten en que “la memoria es un instrumento maravilloso
para reconstruir el pasado reciente, pero también puede ser un instrumento
que conduzca a olvidos colectivos
funcionales, en pos de aportar al discurso único y esto se agudiza sobre todo cuando las
interpretaciones de los procesos sociales tratan de homogeneizar el pasado y se
apoyan en la reducción de la responsabilidad del interpretador.” Efectivamente, los sucesos históricos no siempre
son simples y, como plantea Walter Benjamín, “articular históricamente el pasado no significa como verdaderamente ha
sido, sino adueñarse de un recuerdo y eso siempre es peligroso”. (Muñoz,
2004:22)
Qué queremos
rememorar implica un proyecto que discuta
acerca de qué queremos apropiarnos y qué queremos dejar de lado, implica
un conjunto de valores para transformar la historia en memoria, es decir,
obliga a elegir el camino por el cual marchar, el camino que le dé a un pueblo
el sentido de su identidad.
El psicoanalista Daniel
Riquelme en su artículo “Saber hacer con
la historia”, explica cómo el
Psicoanálisis intenta dar cuenta de lo
que ocurre con el sujeto cuando se enfrenta con los hechos del pasado y como la
identidad es vertebrante en esta tarea.
Riquelme dice: “El psicoanálisis propone
que de la historia del sujeto advenga un discurso que produzca un saber sobre
esa historia. Para ello es necesario que el sujeto pueda leer su historia para
obtener un nuevo saber, una nueva identidad”. (Riquelme, 2004:32)
Si la memoria
individual es una construcción
laboriosa en cuyo montaje intervienen distintos recuerdos, relatos,
relaciones, intereses, afectos y preocupaciones
de uno mismo y de los demás, la memoria
colectiva de un pueblo es inevitable y ostensiblemente el campo de batalla
entre estrategias diferentes y muchas veces enfrentadas de reconstrucción del
pasado (estrategias que encuentran su razón de ser en la necesidad de
avalar distintas posiciones políticas en
el presente y distintos proyectos colectivos) y esa batalla se libra con muchas
armas y en muchos frentes simultáneamente.
Andreas Huyssen, en
el último capítulo de su libro “En busca
del futuro perdido” titulado “Recuerdos de la Utopía”, pone en duda
el fin de las utopías y aventura que quizás éstas estén surgiendo desde otras
perspectivas. Por ejemplo, como bien cultural y acervo de un pueblo, “como
texto en el cual puede leerse una
ciudad o un pueblo”. Probablemente, esta
búsqueda de la historia, esta exploración de los no lugares, de exclusiones, de manchas
en blanco en los mapas del pasado estén
“investidas de energía utópica orientada hacia el futuro”. (Huyssen,
2001:251)
Es más: quizás, el
deseo de historia y de memoria tal vez constituya una forma ingeniosa de
defensa en los términos en que lo formuló Alexander Kluge: “defenderse del ataque del presente sobre el
resto del tiempo” (en Huyssen, 2001: 252).

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